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miércoles, 20 de octubre de 2010

Rafael Lozano: "La máquina" II (Relato)











(Continuación del post de ayer)
Pues heme aquí, nuevamente, ahorrando del poco dinero que recibía y recorriendo -las tardes que podía esquivar el cúmulo de compromisos en el que andaba enfrascado- las calles del centro de la ciudad, a la búsqueda del milagroso artilugio y, lo que resultaba más deprimente, asombrado por los astronómicos precios que, para mis escasos ingresos, tenían todas ellas. Mientras reunía el dinero necesario y localizaba el lugar más asequible para comprarla, seguí deleitándome con mis lecturas y el forcejeo creativo. Además, para no atentar contra la débil economía y seguir teniendo existencias con que saciar mis incansables ojos, opté por "requisar" algún que otro libro en uno de los grandes almacenes que proliferaban por la ciudad, ya que, por aquellos años, empezaba a estar bien visto aquella moda que nos habían traído los progres, de “robarle a un ladrón”. Eso sí: el lugar era metódicamente elegido para que el afectado no fuera alguien que simpatizaba con nosotros; entiéndase, a ningún desclasado burgués que había decidido, en un escalofriante acto de fe redentora, salvarnos. Es triste, ya ves, pero hay quien prefería robar chocolatinas, o bisutería para su adorno, o zapatos de marcas hechos a mano –era el caso de los más “pijos”, los “hijitos de papás” que ya confraternizaban con nosotros- o los que, como yo, elegíamos substrato alimenticio para nuestra carencia cultural.

Después de patearme, incansablemente, durante bastantes meses las tiendas que ofrecían el suculento producto, llegué a la conclusión de que era imposible adquirir, por su elevado precio, una máquina nueva; al final opté por una usada que, me aseguraban, era tan precisa y solvente como las otras. Además que, tan seguros estaban de ella, me ofrecían hasta varios meses de garantía, por si el engendro fallaba. Pero la esquiva creación literaria, -a pesar de contar ya con el milagroso artilugio- no funcionaba como yo esperaba: seguía produciendo los mismos y desafortunados versos; las mismas y atascadas prosas. Algo estaba fallando. Dudaba, entre la incomprensión y la extrañeza, si aquella avería sería atendida por el técnico de la tienda, pero como era la primera máquina que poseía y desconocía el total de funciones que éstas alcanzaban a realizar, pues, la verdad sea dicha, no me encontraba cargado de argumentos convincentes como para presentarme delante del dependiente y escupirle a la cara de sapo que ofrecía: “¡esta máquina es una mierda!, excepto la perfección de la letra, lo demás lo hace igual de mal que antes”. Pero no estaba muy convencido de mis razonamientos y, al final, opté por dejarla quietecita en casa, que ya tendría otras ocasiones para hacer el ridículo.

La constatación de mi deficiencia creativa relentizó el interés que, hasta entonces, había depositado en la escritura, y, aunque continuaba haciendo pequeñas cosas de cuando en cuando, el ardor que hasta estas fechas había mantenido sufrió un ligero enfriamiento, quizás también achacable a mi entrada en la movida política. Fue una decisión que tarde o temprano tenía que llegar.
- “No es posible ser –me repetía cientos de veces- “un escritor comprometido” y estar al margen de los que, suponíamos, realizarían este cambio social”.
Así es que la literatura se fue relegando cada día más conforme el nuevo compromiso adquirido me iba engullendo; el poco tiempo que me dejaba libre lo dedicaba a leer ensayos económicos y metafísicos, o sea, mamotretos políticos. Después, pasado bastante tiempo desde que dejé esta actividad, siempre he tenido la incertidumbre de que si no tuvo la culpa de mi agriado carácter este tipo de lectura, pero, haciendo una retrospección en mi pasado, llego a la conclusión de que no, que yo ya fui encargado a la fábrica un poco rarito.

¿Y la dichosa máquina? Se preguntarán ustedes. Pues nada, ésta siguió cumpliendo la función para la que se había fabricado, ¡y bien orgulloso que estaba de ella! –superado el desengaño primero- porque, aunque no era una "Remington", ni la preciada "Underwood", la mía era prima hermana de estas dos marcas, fabricada también, como las mejores, en USA, para mayor garantía. Ahora, es bien cierto que no servía para nada lírico, pero, para los que creíamos en lo que estábamos haciendo, la actividad que desempeñaba en estos instantes podía igualarse con cualquier poema de Neruda o Machado. Cada panfleto redactado en las teclas de mi vieja máquina o los clichés perforados para la multicopista, al compás de su majestuoso sonido, nos parecía la obra más perfecta que cualquier autor admirado pudiera conseguir. Como ya dije más atrás, yo me sentía muy satisfecho con la labor que ejercía mi máquina, pues, como me dijeron, hoy es difícil encontrar una para realizar estos trabajos. Y era bien cierto, ya que eran pocos los que se atrevían a dejar la suya para estos menesteres, por temor a la represión policial, motivo que yo desconocía, gracias a la ignorancia manifiesta que acreditaba, porque, si algo he de reconocer, es que siempre he sido bastante ignorante y un pelín crédulo, además, me decía: “si se están arriesgando a la vez que yo, cómo me pueden jugar una mala pasada”. Y la verdad fue que aún me quedaba mucho para conocer parte de la crueldad humana.

Transcurrieron los años y cada uno de ellos me fueron marcando de desigual manera; el recuerdo que ahora me queda es, de haberlos vividos con una intensidad abrumante y solo recordarlo me produce una sensación incómoda de malestar y ahogo. Fueron años difíciles vividos con una carga estéril de temor; es la imagen que más me acude al pensamiento: aquella intranquilidad constante, aquel sofoco permanente, aquel acoso, quizás, imaginario donde veías “secretas” por todas las esquinas y conspiradores por todas partes.
Pero afortunadamente, los días pasaron y la experiencia política también. El abuelo había muerto; los partidos políticos fueron legalizados, unos con más reticencias que otros, pero, al fin, entraron por el aro; la transición acabó con la peleada “ruptura democrática” y, con el paso de los acontecimientos, la tan ansiada democracia por la que algunos luchamos y los más desafortunados murieron, se convirtió en la rutina de introducir una papeleta en una acristalada urna, cada equis tiempo. Como lo que veía no me gustaba y jamás entré en política para medrar, cargué mis huesos a cuesta y me fui a casita. Los románticos de la política, aquellos que entramos en ella porque creíamos que aún era posible cambiar el mundo –y con ello, al hombre- nos retiramos a la retaguardia temerosos del futuro que estaba por llegar. Por aquel entonces, mi preciada máquina ya tenía un visible lugar en otro hogar, ocupando el espacio que, intencionadamente, le había reservado en un mueble librería que yo mismo había construido.

Intenté retomar de nuevo la actividad literaria, pero descubrí que, a consecuencia del atracón de materialismo dialéctico al que sometí a mi menguado cerebro, había destrozado la poca creatividad gramatical que poseía antes. Era incapaz de tener felices ideas. Tanto los versos como la prosa que surgía de mi pensamiento eran auténticos ladrillos que ni servían para edificar casa donde cobijarse, ni tampoco para descalabrar al vecino. Pero he de reconocer que, pese a estar lleno de defectos, al menos tengo una virtud: ser constante y, si actualmente he de presumir de algún logro obtenido, esto ha sido gracias al forcejeo que contra la adversidad siempre he mantenido. Con paciencia, volví al lugar de donde no tendría que haber salido; hoy hacia un poema, otro día un texto y entre uno y otro, el regreso a mis adorados libros. Por entonces, ya era considerable la biblioteca que poseía; la vieja máquina había sido sustituida por otra nueva; a la nueva la desplazó a su vez una eléctrica y a esta última, un novísimo ordenador con su procesador de textos, aunque sólo fuera para estar en consonancia con lo que exigía la moda del momento.

Como no es necesario explicar, la máquina USA quedó arrinconada ante la avalancha de nueva tecnología que nos invadía y de la que yo no quería privarme, en cierto modo, quizás, esperando ese milagro que nunca se producía, y que, en algún hueco del fondo de mi inconsciencia, yo confiaba que tarde o temprano se realizara. De lo que sí estaba convencido era que había que facilitar el camino y no sé con qué argumentos, siempre los emparejaba con el instrumento para mecanografiarlo y no con la capacidad del cerebro. Todo fueron intentos fallidos. Como dice mi gente: "donde no hay cerdo no puede haber tocino".
En el fondo, fui un frustrado alquimista de los sueños que quiso transformar la amalgama de mis ideas en auríferos textos.

Hoy, definitivamente, he desistido por fin de la escritura. Los años no pasan en balde y ellos te van definiendo en su transcurso. Serenamente he llegado a la conclusión de que el arte es un don que nos viene incluido en el neceser que nos regalan cuando nacemos y que tu, por tu cuenta, lo único – ¡y fabuloso!- que puedes hacer es acercarte humildemente a ese sublime reino. Aprendí, que si no era capaz de expresar mis sentimientos como los autores que admiraba, sí podía gozar de ellos. Todo lo hecho hasta el momento me encargué de destruirlo personalmente y no, como Kafka, dejarle la responsabilidad a un amigo. La vieja máquina vuelve a presidir la parte más entrañable de la vivienda, esperando, con gran impaciencia, la visita a casa de cualquier compañero que al despedirse dirija una latrocinia mirada hacia ella y en un tono de envidia, que me ha costado tiempo reconocer, diga:
-“¡Coño, Rafael! ¿De dónde has sacado esa reliquia...?”
Y yo, como al abuelo chocho al que le han hablado maravillas de su nieto, ese día, engordo un par de kilos.







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