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lunes, 15 de agosto de 2011

Cortázar, la muerte y el presente

El año 1984 moría el gran escritor, Julio Cortázar, al poco tiempo del fallecimiento de su querida compañera. La opinión general de los que le conocieron coincidía en señalar que, “lo que le había matado, no era otra cosa más que el intenso dolor que le produjo la muerte de su amada”. Para los seguidores de la literatura y de la personalidad del autor, esta era la guinda que coronaba la trayectoria de su vida. Y es que, para aquellos atípicos existencialistas románticos que proliferaban por esa década, acabar la existencia terrenal de aquella manera trágica y cinematográfica suponía, poner la nota idílica y soñadora en los objetivos finales de nuestra incierta vida.

Luego pasan los años y los acontecimientos te enseñan que una cosa es la fantasía y otra, muy distinta, la cruda realidad. Asesorado por la experiencia, llegas a la triste determinación, de que no es posible morir a causa de las lesiones que producen la ausencia del ser querido. Un día, muere el padre, centro nuclear y festivo de la casa. Más tarde, la madre, fundamento estructural, heroína tras las trincheras y refugio silencioso y amantísimo de toda la familia. Entre estas dos terribles desapariciones, también se suceden las de algún hermano que, cansados de pelear con los reveses que les ha “regalado” la madre naturaleza, deciden abandonar el autobús de la vida, en plena marcha.

Entonces observas, con gran inquietud, que nada de lo ocurrido ha sido capaz de producir el suficiente dolor como para lograr derribarte. Hasta que un día llega el gran golpe de tu existencia, ese que te deja noqueado y perdido durante bastante tiempo en la vida, el hachazo decisivo, la profunda y traidora cuchillada intercostal, penetrando, cual mortífera culebra, en la capacidad torácica de tu cuerpo, buscando el lugar ideal para dar el bocado letal que te deja muerto o mal herido: la muerte del compañero/a de toda la vida, aquél con el que soñaste tantos proyectos y te embarcaste en miles de batallas, aquella sin la cual, ya no sabes caminar.

De pronto, el mundo se detiene. Los segundos se convierten en insufribles horas; los minutos, exasperantes semanas; los meses, en interminables años, y el dolido corazón quiere huir de tanta aflicción, escapar del prisionero pecho para no estallar de tanto sufrimiento. Los pesados días se han transformado en un perfecto instrumento de tortura que se repiten de manera mecánica, pensando, la injusticia que supone el que sigas vivo, mientras que la persona amada yace muerta desde hace cada vez más tiempo. Desde entonces, el mundo, la vida, serán el cilicio penitente en el que, no se sabe quien, te han enfundado, arrastrando, como penitencia procesional, las pesadas cadenas a las que estás engrillado. El sol sale y se recoge a diario, con el marcado objetivo de hacer más tediosa y abominable la crueldad de la propia existencia. Cada objeto coleccionado en común, cada alfilerada fotografía, cada volandero recuerdo, te hunden en el desaliento y te transportan al mar inmenso de las lágrimas. Sólo te queda ya la esperanza de que, como a Cortázar, tan insufrible dolor ponga término, al menos, a esa penosa agonía.

Pero pasa un día, una semana, luego un mes, el primer año sin ella, y compruebas, con gran decepción, que aún sigues vivo, demasiado vivo, lleno de cicatrices -eso sí; esta batalla deja profundos arañazos-, pero a la postre, presente. Entonces llegas a la conclusión de que no hay dolor tan grande que sea capaz de matar, si no es el dolor físico o el que produce la hambruna. Desaparece de un plumazo el joven romántico y aparece, más entero y curtido, el hombre existencialista. Te haces más razonable, más cerebral, más taciturno y apocado, más individualista, menos soñador. Poco a poco vas despertando –y aceptando- tu nueva situación, alegrándote, en gran medida, de haber salido indemne de esta batalla, fuerte, ilusionado, decidido, para poder enfrentarse al gran reto que en verdad supone este contratiempo: el cuidado y, el no menos, desdoblamiento afectivo que necesitaban los hijos para que estos se criaran y crecieran con las menos carencias posibles. Ese es el punto esencial que casi siempre olvidamos cuando estamos derrotados: hacer que tu descendencia reciba el menor impacto posible por la falta de uno y, aunque es complicado compensar la aportación del ausente, que continúen el desarrollo de sus vidas, casi en el mismo ambiente y bienestar que antes, sin pretender sustituir al desaparecido, pero aportando el calor familiar que producían los dos.

Aceptada la novedosa situación surgida, la única idea que obsesiona desde ese mismo instante es, la de coger las riendas del pesado carruaje, y tirar para adelante, pese lo que pese, cueste lo que cueste. Conforme transcurren los días observas con sorpresa, que las heridas cada vez escuecen menos, que aquellas ideas asesinas que te invadían al salir a la calle, cuando te cruzabas con alguna pareja feliz y sonriente, han desaparecido. De nuevo empiezas a coger algo de afecto a esa vida que, hasta hace poco, te parecía tremendamente injusta y nauseabunda, te dejas arrastrar por los acontecimientos, a saborear parte de la tarta, aunque ésta no sea muy del agrado tuyo. Inconscientemente -sin que tú lo sepas verdaderamente-, comienzas a reelaborar nuevos proyectos para el futuro, pequeños, irrelevantes, pero no por ello, carentes de valor, muestra absoluta del nuevo cambio operado en un cuerpo que sale de un fuerte estado traumático. También llega el día en el que te atreves a abandonar la fortaleza donde te refugiabas. Conoces a nuevas personas, inicias nuevas actividades lúdicas, culturales, deportivas, etc., todas ellas no exentas de cierto temor: el fantasma de que estés pasándotelo bien, mientras tu compañero del alma no es más que un puñado de polvo, es difícil de superar y cuesta desprenderse de él.

Pero aún así -con prejuicios y resquemores-, los acontecimientos se suceden, no como uno desearía, sino como acontecen: de otra manera, el mundo haría cientos de miles de años que hubiese desaparecido. Pronto llega la prueba del nueve, aquella en la que tienes que enfrentarte con una nueva relación de pareja. El fracaso es total: el torbellino de emociones imposibilitan que ningún cerebro en esas condiciones –y mucho menos, las dos personas que lo soportan- hagan inviables ese acontecimiento. Luego habrán de llegar algunos otros a los que -tal vez- les ocurra lo mismo que al primero, hasta que ¡por fin! conoces a la persona que ha de poner tus sentimientos en orden. Esta no trata de rellenar ningún hueco, ni sustituir a nadie, quiere ser protagonista de la nueva etapa, ambiciona construir un nuevo mundo donde tenga cabida el presente -sin obviar el pasado-, como elemento estabilizador del nuevo reto que surge.

El ser herido sabe que ha caído en buenas manos, que a partir de aquí no le van a servir las evasivas, y que tendrá que montarse en este autobús, si no quiere ser arroyado. La nueva persona que tiene a su lado, no ha venido a compadecerlo, ni siquiera a curarle; sabe cuanto se juega en este partido y cuanto depende de él mismo para salir triunfante: el tren de la vida pasa sólo una vez en nuestra existencia; si lo dejamos escapar se marchará con él la única ocasión que tenemos. Aunque parezca que los momentos se repiten, que las oportunidades están abiertas, los hechos demuestran que si demoramos –o a la inversa, aceleramos-, los acontecimientos, éstos, por inadecuados, pueden darnos con las puertas en las mismas narices. Hay que estar atentos a cuando pasan por delante de nosotros –cuestión complicada-, de ahí su alto precio.

Lo cierto es que no hay sufuciente dolor como para que alguien muera por su causa, a no ser –repito- que sea el de la enfermedad física y el hambre. El otro, el afectivo, si se lo permites, te produce más daño, te humilla, te esclaviza, te desmotiva, te oprime, pero nunca te mata del todo... siempre te deja un hilillo de vida, para que seas consciente del dolor. De la suerte que tengas en el reparto de fichas depende –y de tu maestría al administrarlas- que salgas airoso de la partida, por el bien de los que te quieren y por ti mismo. Los que han de llegar te lo agradecerán: tu estás en su camino y perteneces a su mundo, por lo tanto, cuanto más entero llegues, mejor andaréis el camino, juntos.









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