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viernes, 13 de enero de 2012

Abuelo coraje



El día 24 de enero, se cumplirán tres años de la desaparición y asesinato de Marta del Castillo.
Mientras escribo, las cadenas de radio informan del fallo (¡nunca mejor dicho!) de la sentencia contra los cuatro adultos implicados: 20 años de prisión para Miguel Carcaño, y los otros tres, declarados inocentes. El del supuesto menor se conoció en marzo de 2011, en el que la Audiencia de Sevilla lo condenó a dos años y once meses de reclusión en un centro de menores por un delito de encubrimiento. Este, también, anda suelto.

Si no fuese por la gravedad del asunto, uno se revolcaría de risa. Si no fuese por la trágica realidad del suceso, uno creería que ha terminado de leer una novela de Franz Kafka. Si no fuese porque soy cobarde, me atrevería a decir lo que pienso de los jueces, de los abogados que han defendido a los implicados y de la policía que ha llevado el caso. Si no fuese porque creo, firmemente, que no estamos en un estado de derecho, y que todos los ciudadanos no somos iguales, aceptaría que se ha hecho justicia. Si no fuese porque estoy acostumbrado a que los sinvergüenzas anden sueltos por las calles, y las personas honradas aprisionadas por el miedo conjunto que les produce esta gentuza y los estamentos que, en teoría, deberían defender sus libertades, tal vez me sorprendería. Pero no es el caso. Ni me sorprende esta sentencia absolutoria, ni el escarnio al que han sido sometidos los familiares de Marta.

En España todo es posible, España es el paraíso de los delincuentes y asesinos. En este país de fachas y progres se castiga más a un pobre diablo que roba una barra de pan, que a un ladrón de guante blanco que se ha quedado con miles de millones. En este bendito pías de las tonterías, la justicia se ensaña más contra una indefensa madre que ha tenido la debilidad de dar un cachete a su insoportable hijo, que contra un cruel maltratador.
Veinte años por asesinar toda una vida. Veinte años por segar la alegría de una familia. Libertad para los colaboradores, para los encubridores, para los que se han reído durante tres años de toda la sociedad responsable, reído de la policía, reído de la justicia.

Mientras, el cuerpo de Marta sigue escondido, incinerado, o vaya usted a saber dónde lo han metido esa canalla.
El abuelo no se resiste a que su niña siga pasando frío. Es incombustible. No quiere irse de esta vida sin haberle dado su último refugio.
Ahora la busca por el arroyo que corre entre Castilleja de Guzmán y Camas, terrenos que los del lugar que llaman, “el Polvorín”, y que no es más que un antiguo campo de tiro donde el ejército realizaba prácticas. Los que conocemos el sitio sabemos las condiciones adversas que presenta y las pocas posibilidades que hay de que el cuerpo se encuentre allí.
A pesar de que existe una extensa lámina del arroyo cubierta por un gran follaje de eneas y demás plantas acuáticas, en la que sería posible ocultar un cuerpo, es impensable que, después de tres años, nadie hubiera logrado descubrirlo, ya que por ese espacio transita gran cantidad de paseantes y cazadores con perros que habrían detectado algo.

Admiro el coraje de este abuelo, y las fuerzas y el valor de los padres para soportar la tragedia de su hija, pero lo que más me impresiona de toda la familia es, la entereza que mantienen para controlarse cuando están delante de todos los implicados. Es formidable su ejercicio de contención ante tanto atropello.
Nuevo jarro de agua fría para añadir a su angustia. Marta muerta. Su asesino, sentenciado a una ridícula condena de 20 años que no cumplirá en su totalidad. Se ve a las claras que no son de ETA.
Con su carita de niño bueno y los cursos de “reinserción social” que realice, pronto andará tomando cañas con los restantes inculpados, y, mientras degustan el frescor de una sabrosa cerveza, recordarán, muertos de risa, el engaño a que sometieron al estamento jurídico y policial.

Otra razón más para sentirse orgulloso de ser español.
¡Ah! Y si alguien sabe, ve o escucha algo por ahí que pueda descubrir su paradero, que no dude en comunicárselo a su familia. Al pobre abuelo coraje, no le queda mucho tiempo.

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