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lunes, 2 de julio de 2012

El más grande jardinero del reino: Leyenda







Como a la mayoría de los mortales, a este que está detrás de la pantalla, le apetece -de vez en cuando-, hacer un alto en el camino, procesar datos y, una vez elaborados, archivarlos. También le place detenerse -cuando asciende por una empinada escalera de caracol-,  a contemplar la distancia que le separa del suelo, conseguido peldaño a peldaño, vuelta tras vuelta, sin darme cuenta, apenas con un leve esfuerzo. 
Siempre he tenido presente en mi vida el símil de la escalera con el acontecer diario de nosotros: los días, no son más que los pequeños escalones de mármol que subimos cotidianamente y que superamos sin apenas enterarnos; los años, son un descansillo para el largo trecho, y donde, por toda lógica, nos deberíamos detener a tomar aliento.
No es verdad que sea muy estricto en el cumplimiento de esta norma; quizás, como le ocurrirá a la mayoría de ustedes, recurro a ella en ocasiones intranscendentes o de conflictos existencialistas, pero nunca en el momento programado. 
Cuando el nubarrón me atrapa, la buhardilla de la casa suele ser el lugar elegido para este cometido; ella se presta con su espacio elevado, su destino final de todo cachivache descartado, su utilización como aparcamiento provisional de todo lo "inserveble", lo supuestamente reutilizable: papeles, revistas, folletos, catálogos o libros que no encuentran alojo abajo. 
Ella es, repito, el santuario pagano donde me refugio para esta actividad semiclandestina. Allí, clavado de rodillas, cual si de una prosternación se tratase, o sentado en una banqueta, ejerzo la labor suprema de rebuscar -entre los montones de cajas apiladas-, secuencias de mi ayer que quedaron archivadas en esta serie de objetos, y que -de vez en cuando-, suplen la ingrata actitud que contra nosotros ejerce la memoria.
Y fue en una de estas cajas donde encontré tan valioso tesoro: dos páginas –no recuerdo si eran centrales o no- de la revista semanal de “El País”, no sabría concretar la fecha; sería, tal vez, por el mes de abril de 1991. 
Lo que puedo asegurar es que formaba parte de la publicidad que hacían sobre una determinada marca  fotocopiadoras, en la que solían introducir todas las semanas una historia o  leyenda, y cual no fue mi sorpresa y satisfacción al leer la de ese día. El tiempo andaba bastante nublado y aunque no llovía en la calle, por dentro estaba completamente mojado. 
Hoy, recalando en los recuerdos que este hallazgo me reporta, paso a transcribírsela a ustedes, en la creencia de que le sea tan reconfortante como a mí. Es toda una lección de filosofía y de inteligente actitud ante la vida  .



LA LEYENDA

Hace años, en un lejano país, había un rey
que amaba las flores.

Un día llegó a palacio un viajero que le habló de un jardín
tan bello que no podía describirse con palabras.

El Monarca, que buscaba la perfección por encima de todo,
pensó que nunca sería feliz si no contemplaba ese jardín
con sus propios ojos.

Así, pues, decidió ir a visitarlo y envió mensajeros para que
anunciaran su próxima llegada.

El jardinero, hombre humilde y sabio, no se consideró
merecedor de tal honor aunque, por amor a su Rey, preparó el jardín
para que pudiera ser digno de tan alto personaje.

El día señalado se levantó antes de amanecer y cortó todas las flores
excepto una, la más perfecta.

El Rey, al llegar, se postró ante la única flor
de todo el jardín y, demostrando su gran sabiduría,
lloró de felicidad y le dijo al jardinero:

“Tú sabes que en una sola flor está
la perfección de todas las flores, realmente eres
el más grande jardinero de todo mi reino.”








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