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jueves, 31 de enero de 2013

Manuel Rivas: "Que no quede nada"



 





Nacido en La Coruña en 1957, Manuel Rivas es periodista, novelista, ensayista y poeta.
Considerada la voz más sobresaliente de la literatura gallega contemporánea, Manuel Rivas se ha convertido también en una rara excepción dentro del panorama de la literatura mundial. Por su manejo del lenguaje, su autenticidad, la ternura de sus historias, la profunda resonancia poética de su palabra, sus libros han ido ganando adeptos no sólo en el continente europeo, sino en el americano. Su obra literaria está escrita originalmente en gallego. Manuel Rivas ha revolucionado la literatura gallega y ha fundado diversas revistas literarias.
Tuve la suerte de conocer su literatura, un día frío de enero de 1990 -cuando “hibernaba” en el pueblo de Grazalema-, a través del programa que Iñaki Gabilondo tenía en la SER. En él presentaban a nivel nacional al “nuevo” escritor que había publicado en Ediciones B, del grupo Z, el libro de poemas y relatos “Un millón de vacas”, del que oí, gratamente, el poema “Ecos” y el relato “Primer amor, los cuales me parecieron novedosos, dulces y  entrañables. Desde entonces he seguido la trayectoria literaria de este autor, aunque he de reconocer que al poco de “reconvertirse” y entrar a formar parte del entramado del PSOE (entiéndase, El País, Alfaguara, la SER, etc.,) el escritor perdió la orientación, la frescura, la sencillez, que le caracterizaba al principio, convirtiéndose en un autor forzado que trata de complacer a todos los lectores -algo conpletamente imposible-, y que parece estar escrinbiendo con el sólo objetivo de que su libro encaje en un futurible guión cimenmatográfico. Resumiendo, que es menos creíble y cercano que cuando lo descubrí; de todas maneras merece conocer su obra literaria que ha dado buenos momentos al mundo de las letras hispanas.




Que no quede nada




Había jurado no comprarle jamás un arma de ju­guete al niño. 
Había pertenecido a Greenpeace, aún cotizaba con un recibo anual, y sentía una simpática nostalgia cuando veía en la televisión una marcha pacifista desafiando la prohibición de internarse en el desierto de Nevada, donde los ingenieros nucleares se extasiaban sembrando en los cráteres hongos monstruosos. Su trabajo de representan­te comercial lo absorbía totalmente. También se había ca­sado. Y había tenido un hijo. 
 —¿Un hijo? —le preguntó Nicolás con ojos de espanto. Era un antiguo compañero de inquietudes, con el que acababa de encontrarse en el aeropuerto.

—Pues sí —había dicho él, sintiéndose algo incó­modo.

Nunca pensó que estas cosas hubiera que expli­carlas. Uno tiene un hijo, y ya está.

—No, ¿sabes?, si lo digo es por la valentía que supone. Creo que hay que ser valeroso para tener un hijo. Yo no sería capaz de tomar una decisión así. Me daría vértigo.

En realidad, nunca había pensado en el significa­do de tener un hijo. Se había casado porque le apeteció y había tenido un hijo por lo mismo. Pero Nicolás no deja­ba de mirarlo como un confesor atormentado por los pe­cados ajenos.

—¿Sabes? Creo que hay que tomarlo sobre todo como un hecho biológico, sin darle muchas vueltas tras­cendentes. Es como asumir nuestra condición animal. Un hijo hace que te sientas bien, así, como un animal. Recu­peramos nuestra animalidad como condición positiva.

Nicolás se rió. Al fin y al cabo, era biólogo.

—No sé. Para mí es como si decidierais convertiros por un instante en Dios. Traer a alguien a este mundo debe de ser hermoso, pero... es también tan terrible. No sé.

—¿Terrible? ¿Por qué?

—De una terrible inconsciencia.

—Bueno... Él se despierta muchas veces por la noche. Nos llama y vuelve a quedarse dormido. Así, va­rias veces por la noche. Puedes ser un dios, pero un dios hecho polvo. Él, hostias..., duerme cuando quiere.

Ahora se rieron los dos.

—¿Le cuentas cuentos?

—No veas. Le llevo contados miles. Bueno, cuando estoy. Ya sabes, ando de aquí para allá, con este maldito trabajo. Hay noches en que le cuento tres o cuatro, y me quedo dormido antes que él.

—¿Cómo son? ¿Qué es lo que le cuentas? —pre­guntó, divertido, Nicolás.

—Buff. Sobre todo, de animales. Le encantan los cuentos de animales. Animales que tienen hijos, y vienen los cazadores, y todo eso. Procuro que el lobo sea bueno —y dijo esto con un guiño también divertido.

—Me gustaría verlo alguna vez —dijo Nicolás, cuando ya se despedían.

El amigo hizo una última señal de adiós tras la puerta de cristal, y él se dirigió a una de las tiendas del aeropuerto. Siempre llevaba algún regalo para el niño. No había mucho donde elegir. El mayor surtido era de imitación de armas de fuego. Las había de todas clases. El colt vaquero, una pistola de agente especial con silen­ciador, un rifle de mira telescópica, una ametralladora de rayos láser. Y luego estaba toda la artillería, y los blinda­dos, y sofisticadísimos adelantos de la guerra de las ga­laxias. Los evitó con un ademán de repugnancia, y final­mente eligió un paragüitas de tela plástica transparente y con pegatinas de graciosos animalillos.

Cuando llegó a casa, el niño estaba durmiendo.

—Le traje esto —dijo él con una sonrisa.

—Es bonito —dijo la mujer.

Por la mañana, el niño preguntó: ¿Vas a trabajar? Él contestó con pena que sí y el hijo lo miró con enojo, a punto de llorar.

—Te he traído una cosa —dijo él saltando de la cama. El niño se calló y esperó expectante a que desen­volviera el regalo.

—Mira, tiene dibujos de Snoopy —dijo satisfe­cho, alargando el paragüitas.

El niño miró el regalo, le dio vueltas para ver todos los animales, y parecía contento.

Antes de marcharse, le dio un beso y le acarició la cabeza. Cuando iba a abrir la puerta, oyó que el hijo lo llamaba. Se volvió y lo vio allí, con una pierna adelanta­da y el paraguas apoyado en el hombro con perfecto esti­lo de tirador.

—¡Pum! Estás muerto, papá.










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