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jueves, 23 de mayo de 2013

Rafael Lozano: "Haciéndo méritos"









Para cuando muera, elegiré el infierno como última morada, estoy convencido de que será el lugar del hiperespacio donde menos incómodo me encuentre. Creo que será un sitio atractivo y divertido para pasar el resto de los años: confortable, bien acondicionado, con todos los adelantos terrenales de los que hacen soportable este vivo mundo, ya que al haber tanta gente destinada a esa penitenciaría, cualquier inversión ejecutada en ella se rentabiliza con facilidad.

El caso es que me motiva la elección del averno como final a mi trayectoria terrícola. Desde que conocí quiénes eran los recomendados para la gloria decidí de inmediato una huída hacia atrás en mi camino de persona buena y sensata, y me entregué con desenfreno al culto de la maldad, ayudando a cruzar las calles a invidentes que, más tarde, abandono en medio de la calle; robo las pensiones de primero de mes, a todas las ajadas viudas que van a cobrarlas a las Cajas de Ahorros; doy caramelos, refregados en achicharrantes guindillas, a todos los niños imbéciles que obedecen las advertencias de sus padres, etc.
Lo cierto y definitivo es que, sabiendo quienes suben al paraíso, prefiero arriesgarme a bajar a los infiernos. En el Cielo –me han dicho, de buena tinta-  la temperatura es bastante similar a la de mi ciudad: inviernos húmedos y fríos y veranos tórridos y secos. El personal que lo frecuenta es de lo más soso: mujeres viejas y enlutadas, siempre con una Biblia y el rosario en la mano, murmurando letanías en agradecimiento por el bien concedido; franquistas recomendados por el cura de su parroquia; explotadores arrepentidos diez minutos después de muertos; banqueros engominados que tuvieron la precaución de hacerse un seguro multicielo, etc. No hay música (me refiero a rock, blues, jazz, folk, etc.), tampoco tienen calefacción ni aire acondicionado, porque, argumentan los mandamases, “que para los pocos que son, no merece la pena gastarse los pocos eurocielos que poseen”.
En el Infierno, todo son ventajas. Como está a rebosar, calorcito en invierno, refrigeración en verano, altavoces musicales por todos los túneles, cerveza a raudales, malas mujeres por doquier (amantísimas madres que dedicaron su vida a la cría de sus retoños y no sacaron un rato para ir a la iglesia), aborrecibles hombres (a todas horas trabajando, intentando llevar a casa la mayor cantidad de dineros, cuando no, metido en huelgas y pegando pasquines, o al frente de una irreverente manifestación), gente que no sabe decir siquiera “un padre nuestro”, y que no tuvieron tiempo, al morirse, de arrepentirse, tratando de ajustar –egoístamente- el futuro de sus seres queridos.

En este lugar –cuentan los que han estado allí- todo es juerga, diversión y alguna que otra vez movida. Porque aquello, dicen, está todo lleno de comunistas, anarquistas, ateos, agnósticos, libre pensadores, que se niegan a seguir los ritmos de trabajos que imponen los adjuntos del diablo, por ello, semana sí -y la siguiente también-, es un continuo circular de huelgas de brazos caídos que amenaza con convertir la caldera infernal, en un simple hornillo para tener a punto el ponche.

Por tal motivo, estoy haciendo méritos para ganarme un  puesto en esa residencia infinita. Desde que actúo de la nueva manera, el mundo me sonríe diferente. La depresión ha desaparecido de mi mente, soy más optimista y sonriente, la primitiva me suele tocar de vez en cuando, y es que la vida que llevaba antes, no merecía la pena. Me entristecía viendo a un negro en un semáforo; me rompía el alma el naufragio de una patera y las consecuentes muertes de subsaharianos; cualquier atentado terrorista me llenaba de congoja, cuando no, las incomprensibles guerras entre hermanos que provocaban los países democráticos.
Aquello no era vida, os lo garantizo, y cuando me enteré de la recompensa que se obtenía, lo tuve perfectamente claro: Yo, desde ahora mismito, hago votos para ganarme el infierno. Confío en que me lo adjudiquen y no me jodan mandándome al cielo.    







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